(Una carta abierta para quien aún cree que falta mucho para envejecer)
La semana pasada cumplí 61 años. No sé bien cuándo pasó, pero aquí estoy. Compartiendo con mi esposa e hijos, caminando cada día con mis perros, trabajando con datos, soñando con el Camino de Santiago, y escribiendo esto. Los que me conocen saben que, en el trabajo o en las charlas, hay una frase que suelo repetir:
No es lo mismo tener 20 años de experiencia que tener 19 años repitiendo lo que aprendiste en el primero.
Solo es experiencia si uno está presente, si hay intención de mejorar. Hoy buscar hacerlo mejor que ayer. Si lo que haces es repetir una y otra vez lo mismo, eso es costumbre.
Y eso vale para todo: para el trabajo, para la salud, para el amor, para la vida. Lo que cuenta es la práctica deliberada, esa decisión diaria de crecer, de entender, de ser mejor.
En estos años he trabajado con colegas brillantes de todas las edades, pero también he conocido personas que, a los 30, ya dejaron entrar al viejo. Y otras que, con 90, todavía amasan sueños.
Pero sé que no siempre es fácil. También he visto de cerca lo que pasa cuando uno deja de luchar por aprender o soñar.
Mi madre, por ejemplo, vivió sus últimos años con dificultad. No tanto por enfermedad, sino porque —creo yo— se rindió muy pronto. Pensó que moriría joven y, al llegar a los 70, comenzó a esperar el final. Esa espera la volvió más lenta, más triste, más sola. Lo viví de cerca. Aprendí de su dolor que envejecer es inevitable, pero rendirse es opcional.
Con cierta periodicidad me gusta releer El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. Él sobrevivió a lo impensable, y aun así encontró sentido. Decía que el ser humano puede soportar cualquier “cómo” si tiene un “por qué”. Creo que mi madre perdió ese “por qué”. Y cuando eso se pierde, es como si uno empezara a envejecer de golpe. No importa cuántos años tenga.
A veces pienso en una frase de Clint Eastwood, que con más de 90 años sigue activo:
“I don’t let the old man in.”
La escuché en una entrevista. Le preguntaron cómo seguía tan fuerte y creativo a su edad. Y él respondió que cada día, al levantarse, decidía no dejar entrar al viejo.
Me pareció brutalmente honesto. Porque ese viejo no es una persona. Es una actitud. Es rendirse. Es vivir sin propósito, sin curiosidad.
Viktor Frankl diría que es vivir sin sentido.
Hoy, a mis 61 años, intento cada día no dejar entrar al viejo.
Intento encontrar mi “por qué”, incluso en los días grises.
Intento seguir aprendiendo, no repetir 40 veces el primer año.
Porque la edad no define cuánto has vivido. Lo que importa es si estás despierto. Si estás presente. Si estás vivo.
Y si tú, que estás leyendo esto, tienes 25, 35 o 45… tal vez lo importante no es cuántos años tienes, sino qué estás haciendo con ellos.
Hoy, a mis 61 años, lucho cada día por mantener la puerta cerrada al viejo.
Con afecto,
Javier
Deja una respuesta